El nada halagüeño panorama que describe el Diagnóstico sobre la empleabilidad de los alumnos que han cursado estudios vinculados a ciencias sociales, arte y humanidades en las universidades públicas de Castilla y León, publicado en 2018, nos obliga a plantearnos la meta de la universidad. ¿Qué se pretende con la Educación Superior? ¿Para qué formamos en la Universidad? Es fácil que, al responder a estas preguntas, pensemos en la educación integral de la persona o en la construcción de una sociedad más humana… En cualquier caso, si bien la empleabilidad no puede ser el único criterio a la hora de configurar los estudios universitarios, no es menos cierto que la universidad está llamada, entre otras cosas, a posibilitar que el alumno tenga los recursos necesarios para labrarse un futuro a lo largo de toda su vida en el cambiante mundo actual.

    En las recomendaciones que dicho informe hace a la universidad se insiste en el tema de las competencias. Aunque estas forman parte desde hace años del vocabulario de nuestros proyectos y guías docentes, la realidad es que pocas veces son algo más que un añadido ornamental a una docencia que sigue centrada en los contenidos. Y, sin embargo, esta cuestión no es una moda pasajera, sino que está llamada a ser el eje de la formación desde la educación inicial en la infancia hasta la formación permanente en la edad adulta. Por ello, se hace necesaria una reflexión que nos haga plantearnos el pasado, el presente y, sobre todo, el futuro de la Educación Superior.